Lo que muchxs esperaban y querían
que fuera (o sea) de mi vida ha sido al revés. Casi caigo en la trampa del
matrimonio, la monogamia, ser madre, ser condescendiente, complaciente, sumisa
y, aunque fue una etapa bonita, viví en pareja, aunque no lo volvería hacer. Son
decisiones que pocos entienden y no me importa, pero se agradece cuando alguien
lo hace.
En este tenor de quebrar los
rituales y tradiciones, está el que más entusiasma a muchas mujeres: recibir el
anillo de compromiso. El único que he recibido no fue cuando me iba a casar,
tampoco tiene una piedra de valor ridículamente inflado, no hubo mariachi o
cena romántica, sino que lo recibí de la mejor persona, manera y circunstancia que
me pudo dar la existencia.
Él estaba a punto de regresar a
Colombia después de venir a México. Estábamos en la casa de una tía y no
recuerdo qué suscitó que él tomara un anillo de plata que yo solía utilizar
desde ese entonces y, como quien promete ante el altar, me preguntó si juraba
serme fiel a mí misma, auténtica en lo próspero y en lo adverso, cuidarme en la
salud y en la enfermedad, sin dioses, sin hombres, sin madre, padre o sociedad
de por medio.
Nunca nadie me había propuesto
aquello de manera tan explícita y lo atesoro como una de las mejores
experiencias de mi vida.
Seamos sinceros, cuando somos
auténticxs y elegimos compartir la vida con otrx que también lo es, es asumir
también que nuestros caminos no serán los mismos siempre, pero lo esencial está
ahí: amar al árbol, no solo al fruto.
Cumplo el compromiso no porque se
lo prometí a él, juré para mí porque me amo; eso lo tiene muy claro y lo mejor
es que no hace pataletas por eso. Sabe que lo amo por quien es, porque admiro
su esencia y su proceso a través de estos años. Es así, contemplativo, no deseo
arrancar ni un fruto de él si es que no quiere darme uno por su cuenta. Si es
otoño o invierno con él, no me parece menos hermoso, porque sé que la vida del
árbol no está en su follaje, sino en el ciclo que lleva año con año y que la vida
fluye desde la raíz hasta la punta de las ramas.
Y lo valoro porque me ha enseñado
que el amor eso: contemplar, admirar y cuidar de un árbol sin modificar su
crecimiento.
Años de conocernos, años de
elegir compartir de manera consciente y respetándonos profundamente.
No fueron palabras que se las
llevó el viento, todo esto han sido hechos que me recuerdan que el amor se
construye respetando la integridad.
Gracias por existir.
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