A propósito del 14 de febrero y del estreno de 50 Shades of Sumicienta, póngase en modo
romántico/erótico e imagine que me encuentro en el metro un jueves en la típica
malaventurada apatía del Godinez: fastidiada de la oficina, sus dramas y medio
zombi con ganas de llegar a casa; de pronto, su piel blanca, esbelto cuerpo,
labios perfectos, quijada elegantemente pronunciada y una presencia impecable. Honestamente
era una belleza imposible de ignorar, algo así como ver un durazno de
esplendoroso color y cascara tersa, denotando lo jugoso y suculento que se me
antoja en mi boca. Nuestras miradas se cruzaron por instantes, esporádicas,
cada vez más curiosas. Pero esa curiosidad no duró más que las dos estaciones faltantes
y solo atinamos a sonreír cuando me bajé, siguiendo su mirada cuando el tren prosiguió
su marcha.
Viviendo en el DF es poco probable encontrar un rostro por
segunda vez y es mejor no pensar en lo que pudo haber sido ante tal realidad,
así que una sigue su vida como si nada hubiera pasado.
Pero la vida tiene sus excepciones, y me gustaría decirles
que la excepción era regresar a mi casa contentísima por la satisfacción del
día laboral, pero no, fue más fácil encontrarme de nuevo al chico-durazno del
metro que un día divertido en el banco. Dejé echar una moneda al destino: si
nos subimos al mismo tren le hablo, porque la sonrisa cómplice de ese día era
la luz verde para proseguir. La dificultad de aquello consistía en que el andén
estaba lleno de Godinez y sería poco probable subirnos al mismo convoy, que a
esa hora parece tétris humano. Pero ¡oh, destino! alguien decidió enviar un
tren vacío apiadándose de los que por lo regular tenemos que esperar bastante
tiempo para poder abordar (en los 9 meses que tengo trabajando por acá, fue la
segunda vez que ocurrió).
Sabía que íbamos hacia el mismo camino, trasbordaríamos en
la terminal de la línea y esa era nuestra oportunidad ¿en verdad la situación
estaba a nuestro favor? Pues va de nuevo el ¡oh, maldito destino! Al bajar en
la última estación intenté perseguirlo, pero la multitud se lo tragó
cruelmente. Esta vez sí lo lamente, y aunque fue una distracción al
particularmente día de mierda en la oficina, resultó sumar una tensión más al
día.
¿Qué se le hace? Pues seguir la vida ¿no? Al tiempo ya había
aceptado el “ya qué” de historias como ésta, aunque momentáneamente pensaba en
su bello rostro, incitante sonrisa y perfectos labios. Imaginaba cómo sería su blanca
piel desnuda y cuál sería su sabor.
Y así siguieron los días en el metro, bueno, no tantos,
porque dos días después, pendejeando en mi celular saliendo del metro y
obligada a mirar hacia arriba para pasar los torniquetes de salida ¡oh, bendito
destino! ¡Ahí estaba él y su belleza patriarcal frente a mí!
Bien me dijo mi marida “la tercera es la vencida”. Más cerca
no podría tenerlo. No fue un acto razonado el tocarle el brazo y decirle “hola”.
Volteó, me miró y me abrazó. Imagine estar entre los brazos de ese hombre tan
durazno.
A veces el metro tiene magia, o una hace que tenga magia,
porque ese mismo día, terminando él y yo la jornada laboral y de regreso a
nuestras casas, nos encontramos besándonos mientras avanzábamos estación tras
estación con una canción en francés ambientando la escena.
Muy bonito ¿no? Pero ¿qué puede esperar de historias mías
haciendo alusión al 14 de febrero y a 50 sombras de frustración sexual? Además,
para su información, soy alérgica al durazno, y si pensé en uno al verlo, esto
no podía terminar bien.
Nuestra versión chilanga y descafeinada del Christian Grey
del metro es ya una señal de que si la situación fuera un espectacular diría “¡PRECAUCIÓN!”,
así, en letras mayúsculas, color neón e instalado en medio de avenida Insurgentes.
Para empezar, después del abrazo me saludó con una
efusividad extraña y su discurso me hizo sospechar que se trataba de alguien
que se dedica a las ventas y que ni para ligar se quita el modo de atención al
cliente.
Guapo + labioso = infiel. Fue mi primer pensamiento.
Pero le di el beneficio de la duda, y en el transcurso del
día (ya nos habíamos pasado nuestros teléfonos) quedamos en vernos en la noche.
En ningún momento hubo cabida para dudar de mi deseo sexual hacia él, pero la
señal de frenado la dio cuando me dijo que tenía pareja y no estaba dispuesto a
decirle que tenía intenciones de salir conmigo. Amantes, pues.
Uno hay que sospechar de las situaciones que parecen
prometer magia: esos pensamientos de que el cosmos ha vertido su poderosa
fuerza para conocer a un chico-durazno en el metro hay que mantenerlos a raya, así
como hay que amarrar al ego con una correa para que no corra como perro
hambriento ante los halagos del chico-durazno que actúa como si te conociera
toda una vida y te asegurara que vale la pena el engaño con tal de disfrutar de
tus virtudes (sexo); además, cual vendedor como sospeché, hay que mantenerse
imperturbable como un cliente al que tratan de convencer de que el nuevo
producto lanzado al mercado “El destino nos unió” te traerá una vida maravillosa
al lado de alguien y además bajarás de peso en una semana, sabiendo que se
trata de una vil estafa.
Compa lector, sepa usted que aún con todo esto, seguía
embelesada (caliente) por su belleza física. En el camino de regreso, después
de compartir un café (momento en el que me di cuenta de todo lo que ya expuse)
nos encontramos en el trasbordo a la siguiente línea que nos acercaba a
nuestras casas. Al bajar las escaleras escuchamos a un señor que cantaba
sumamente inspirado melodías románticas. Él soltó una carcajada y yo le dije
que me agradaban las personas que no les importaba la opinión ajena. Al abordar, acortó la distancia de nuestros
cuerpos hasta el punto de que nuestras bocas se encontraran. Después de conocer
que él se trataba de un típico hombre seductor estereotipado, por favor, no me
pregunte, estimado lector, cómo fue posible que aceptara besarlo. Y aunque
estuvo sabroso, me arrepentí al saber que era partícipe de un engaño. A veces
no sé por qué me gusta aprender por tropezones y estoy abierta a que usted me
dé una cachetada para que reaccione.
Ahora me gusta pensar en ese último momento como una escena
de película cómico-romántica, pues como cereza para el pastel que sella el
romanticismo de la situación, el señor comenzó a cantar algo en francés. Si
fuera película de Disney el señor hasta tendría acordeón y se acercaría a
nosotros inspirado por aquella unión cósmica. Pero no, no era película-cliché,
y lo que para el chico-durazno fue cómico unos minutos atrás, si lo pienso
bien, el pésimo francés del señor y su desafinación total mientras nos
besábamos, era el símbolo de aquella ridícula erótico-romántica ficción que se
suma a mi colección de piedras con las que me he tropezado.
Si es que mi jueza feminista interior no me mata primero,
por favor, feministas (o simplemente partidarios del sentido común), no me
maten, yo solo estoy #AprendiendoAVivir.