Quisiera contarles
un cuento... no, varios cuentos. Ellos no son la misma historia.
Estar con ellos es dejar que corra otro cuento, y ellos tienen el
suyo y yo el mío, y así cada vez que nos vemos somos agua distinta
en alguna otra parte del río.
Quien no sabe leer
entre cuerpos desnudos piensa que a la vida no la tomamos en serio. Y
a veces nuestros cuerpos desnudos efectivamente se convierten en recipientes
de ansiedades, de miedo al vacío, de no saber decir qué sí y qué
no, de estar y no estar y creer que eso está bien, a mi no me gusta y aun quieren que yo
sea eso y que los trate como si fueran recipientes sin alma, y creen
que eso es ser adultos. Porque los adultos, dicen, saben diferenciar
entre pasarla bien y querer algo serio. Pasarla bien es no estar, es
correrse y retenerse al mismo tiempo y no entiendo como lo logran.
Yo, cuando me corro,
no me siento vacía por el placer que explotó y se expandió quien
sabe donde. Me siento llena y naturalmente siento al otro como mi
cómplice. Pero algunos adultos creen que cómplice es cruzar el
límite de pasarla bien. Cuando me siento cómplice en ese contexto
siento ternura, amor, lujuria, ganas de dar y abierta a recibir, pero
muchos creen que eso nos convierte automáticamente en algo que no
somos. Entonces me piden que aparente ser algo que no soy y ellos
juran que tampoco, aunque me besen en la frente y me preparen un té antes de dormir.
Pero ellos no. Ellos
me preparan un té y no temen a que no solo beba lo que contiene la
taza, porque no temen a su ternura y que la beba y caliente mi
garganta.
A ellos puedo
decirles “te quiero” y no temen tropezar con mi historia. Ya
tropezamos y nos revolcamos riendo en el piso y a veces queremos
seguir haciéndolo.
Compartimos que
nuestros “a veces” no nos convierte en pasatiempos, sino que la
vida nos facilita compartir un instante cósmico y que a eso se le
puede llamar eternidad. Por que coincidir solo existe en el presente
y el presente es infinito.
También sabemos que
compartir la eternidad no es darnos la mano y caminar en las calles
para que todo el mundo sepa que queremos compartir el mismo techo y
los mismos proyectos. Para nosotros, compartir la eternidad es
disfrutar de la calle, la pizza, el té, el café, la obra de teatro,
el colchón, la cámara, las fotos, el hotel, el auto, la cena de
Navidad, el recalentado de Navidad, Guadalajara, el DF, el mirador,
los libros, la librería y cada cosa que se suma cuando nos
reencontramos.
Y también
compartimos los besos, los nervios de la primera vez, el cuerpo, los
gemidos, los rasguños, las bofetadas y las delicadas caricias. Y así
también dormimos abrazados y nos damos el beso de buenas noches y
buenos días, y en la tarde les puedo volver a decir te quiero y
ellos me pueden decir te extraño aunque la próxima vez que nos
veamos no esté apuntada en el calendario. Eso de la lujuria no es
tan importante para nosotros, aunque nos una.
Con ellos también
puedo llorar y me consuelan, puede hacerlo conmigo y mi pecho, mis
hombros y mis palabras están a su disposición.
Y es así como con
ellos puedo vivir un cuento distinto. Yo no tengo las ganas de estar
siempre allá con ellos ni ellos aquí conmigo. Cada vez que los veo
les puedo contar algo distinto y ellos a mí. Y vamos creciendo,
decreciendo, aprendiendo, desaprendiendo, muriendo y renaciendo cada
quien en su historia. Estamos cuando queremos, podemos y cuando la
vida lo facilita, y sabemos que eso también es querer
Y no temo decir que
les amo por no temer a esta conexión desapegada.