lunes, 5 de enero de 2015

Sobre las cosas ridículas

Cuánta ridiculez puede caber en una persona. Qué ridículo es que por veintitantos años prescindí de tu existencia y ahora espero detrás de la puerta tu llegada. Qué ridículo es pensar que tengo que aprender a vivir sin ti cuando nunca compartimos techo debajo de esta vida y qué cansado es forzar este cuento para que tropiece con el tuyo.  Lo triste y ridículo no es que me esperes para sentarnos en la mesa y cuando llegue le digas a elle (o a elles) que sigues en espera de que alguien comparta la cena contigo, la cama y el beso en la frente antes de dormir, sino que en el camino haya creído que tu mesa no era para dos. Pero tu mesa es binomio y tu cama se conjuga en singular. Además, qué ridículo pensar que la silla me queda grande, que necesito un espacio en tu cama como si no tuviera la mía y que sin tus besos de buenas noches no podré dormir. No sé por qué me cuesta tanto recordar que a ti también te colgaron los pies cuando te invité a cenar(me) y que del postre solo decidiste comer la cubierta de chocolate, lo cual es ridiculísimo. Qué inútil es el llanto atorado en la garganta, quisiera que por fin saliera por los ojos y te ahogaras en las gotas, que te secaras y me dejaras en paz, pero no quiero que te evapores, porque sé que después esperaré que regreses como nube y llueves en mí; no, lo que quiero que se resbale como río es el poder fantasma que puse en tus manos, entrega que desde siempre fue ridícula. 

Qué ridículo es no dejarte ni dejarme en paz.

Cómo deseo cristalizar tanta ridiculez y azotarla en las paredes, en el piso y en la puerta donde te espero. 



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