Cuánta
ridiculez puede caber en una persona. Qué ridículo es que por veintitantos años prescindí de tu existencia y ahora
espero detrás de la puerta tu llegada. Qué ridículo
es pensar que tengo que aprender a vivir sin ti cuando
nunca compartimos
techo debajo de esta vida y qué cansado es forzar este cuento para que tropiece
con el tuyo. Lo triste y ridículo no es que me esperes para sentarnos en
la mesa y cuando llegue le digas a elle (o a elles)
que sigues en espera de que alguien comparta la cena contigo, la cama y el beso
en la frente antes de dormir, sino que en el camino haya creído que tu mesa no
era para dos. Pero tu mesa es binomio y tu cama se conjuga en singular. Además, qué ridículo pensar que la silla me queda grande, que
necesito un espacio en tu cama como si no tuviera la mía y que sin tus besos de buenas noches no podré
dormir. No sé por qué me cuesta tanto recordar que a ti también te colgaron los
pies cuando te invité a cenar(me) y que del postre solo decidiste comer la
cubierta de chocolate, lo cual es ridiculísimo. Qué inútil es el llanto atorado
en la garganta, quisiera que por fin saliera por los ojos y te ahogaras en las
gotas, que te secaras y me dejaras en paz, pero no quiero que
te evapores, porque sé que después esperaré que regreses
como nube y llueves en mí; no, lo que quiero que se resbale como río
es el poder fantasma que puse en tus manos, entrega que
desde siempre fue ridícula.
Qué ridículo es no dejarte ni dejarme en paz.
Qué ridículo es no dejarte ni dejarme en paz.
Cómo
deseo cristalizar tanta ridiculez y azotarla en las paredes, en el piso y en la
puerta donde te espero.
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